EL MINISTERIO Y EL CULTO

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Por débiles que fuesen aquellos a quienes se los conoce como «hermanos», su ministerio y su testimonio se caracterizaban —además de la reafirmación de la seguridad de la fe apoyada en el simple testimonio de la redención— por la presentación y puesta en práctica de dos doctrinas, a saber: la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, y el regreso personal del Señor Jesucristo. Este ministerio fue bendecido en sus comienzos, reuniendo a la vez a muchos creyentes en una posición clara, y extendiendo la dichosa influencia de estas verdades entre muchos otros que no se reunían de esa manera. A estas verdades se vinculaba la de la unidad de la Iglesia como cuerpo de Cristo, por el Espíritu Santo enviado del cielo, y separado del mundo como Esposa del Cordero. 

Comparando el estado en que se hallaba aquello que tenían ante sus ojos con lo que era la Iglesia en sus primeros días, cuando ella estaba llena del Espíritu Santo, ellos fueron constreñidos a sentir nuestra ruina presente, y conducidos a procurar, con real consagración, una mayor conformidad con el testimonio de los primeros cristianos, no reconociendo nada que no fuese del Espíritu Santo. Finalmente, ellos esperaban de los cielos al Hijo de Dios. En efecto, si la presencia del Espíritu Santo les hacía tomar conciencia de que ellos formaban parte de la Esposa, Él también les hacía desear ardientemente la venida del Esposo, y el gozo de ese día en que Cristo vendría a fin de presentarse la Iglesia a sí mismo, antes de tomar el reino y manifestar Su gloria. Ellos, según su pequeña medida, penetraron espiritualmente en lo que expresan estas palabras: “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven” (Apocalipsis 22:17), y se sentían felices y bendecidos.
La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia; tal era, pues, junto con la espera de la venida de Cristo, la gran doctrina sobre la cual se fundaba todo el testimonio de los «hermanos». Esto procuraba suficientes bendiciones para alentarnos y ayudarnos a pesar de nuestra gran debilidad y flaqueza. Y si hemos fracasado en el intento de retener y disfrutar la bendición, nos preguntamos si esto debe hacernos negar tal bendición o más bien constreñirnos a humillarnos. El hecho de que el hombre no sepa usar la verdad y la bendición de Dios, no debe ser un motivo para que las neguemos, aun cuando aquello se hubiera manifestado. Pero no creo que esto sea así. Bien podemos estar humillados; pero Dios nos ayudará y nos repondrá de acuerdo con nuestra fe. Yo reconozco un ministerio cristiano; siempre lo he reconocido; pero no puedo negar la bendita presencia del Espíritu Santo habitando en la Iglesia y obrando, como estando así presente, en los diversos miembros del cuerpo, según a Él le place. Y, agregaré aquí, no solamente entre los «hermanos» reunidos. 

La diferencia en lo que concierne a éstos, es que ellos han obrado juntos, basados en esta verdad; pero el Espíritu Santo está en toda la Iglesia y puede reconocer el don de un creyente en otros lugares tanto como en tal reunión, por ejemplo en una capilla donde se encontrara un ministro oficial. Sólo que tal ministro niega una bendita doctrina que Dios nos ha enseñado por su Palabra y que tengo plena confianza de que sabremos mantener. Es preciso recordar aquí que entre los «hermanos» jamás fue negado un ministerio establecido; éste siempre fue ejercido, siempre fue reconocido como principio. Al menos la mitad de los servicios efectuados lo han sido mediante personas que, teniendo un don, lo han empleado bajo su responsabilidad para con Cristo solo. Cada uno puede estar seguro de ello. 

Por mi parte, reconozco plenamente tal acción, ya sea la de uno solo o de dos que se ponen de acuerdo para obrar juntos. Los maestros han sido consecuentes con lo que enseñaban. Negar o perder de vista esto es una antífrasis formal, una falsedad, o bien la consecuencia de un prejuicio. Solamente en las reuniones para el culto, donde los santos están reunidos como tales, las cosas tienen lugar de otra manera —consideraré este tema más adelante—, pero el beneficio de un ministerio establecido, todo lo bueno y legítimo que se halla en un ministerio personal, ha tenido pleno ejercicio entre los «hermanos».

En su culto éstos no han intentado predicar sermones, sino que han buscado la presencia de Dios, el cumplimiento de la promesa que allí donde dos o tres están reunidos en el nombre de Jesús, él está en medio de ellos. Confieso que yo no voy allí para escuchar un sermón, y que no me agrada escuchar sermones. Yo voy para adorar, para encontrarme con el Señor y adorarlo. Y estimo que si los hermanos han llegado a ser incapaces de gozar de tales ocasiones, es una muy mala señal. Yo no voy allí con los oídos dispuestos a escuchar a un hombre, aun cuando éste tenga un don, sino que voy para adorar a Dios. Tiendo a insistir sobre esto al hablar con los hermanos. Me siento lleno de gratitud cuando Dios conduce a alguien a expresar unas palabras de exhortación o de consolación; pienso que se nos puede tolerar si estimamos que tal gracia aún es posible, a pesar de todos los esfuerzos hechos para despojarnos de ella. 

Yo sé que la carne ha abusado de esta libertad, y que a menudo algunos han olvidado las palabras: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” y también: “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros” (Santiago 1:19; 3:1). Es cierto, he visto que la libertad dio paso a la licencia, al abuso, (mientras que “donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad”); pero, agrego, y de la manera más enfática, que allí donde la presencia de Dios era reconocida he hallado, incomparablemente, más bendiciones en tal presencia que en los lugares donde los arreglos del hombre tomaron el lugar de Dios. Allí podían haber males deplorables y que debían corregirse, pero Dios estaba para que se gozase su presencia porque, lo repito, esta presencia era reconocida, aun cuando se lo manifestara con mucha debilidad. En otros lugares he hallado cosas que convienen al hombre y una bella apariencia según la carne; de hecho sólo son sepulcros blanqueados. El Dios en quien encuentro mis delicias no estaba allí. Pues incluso un don de gracia de Dios para la enseñanza es algo completamente diferente de la presencia de Dios en vista de la adoración. Pero agrego que allí donde esta presencia se desconoce, nunca he hallado la gracia o el don. Está escrito: “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo” (Jeremías 15:5).

Corregid lo que está mal, hermanos, pero no desconozcamos a Dios ni su bondad. Si no podéis discernir su presencia en el culto ni la bendición que la acompaña, humillaos. Habéis sufrido una gran pérdida, habéis declinado espiritualmente; perdonadme si os hablo así. Pero si habéis olvidado este gozo (lo que yo no puedo creer, porque sea como fuere, yo lo he hallado entre vosotros) —perdonadme esto aún— en lo que me concierne no lo he olvidado, por pobre que yo sea y me sienta en verdad. Por Su gracia continuaré confiándome a Él. Si fuese necesario, yo volvería a comenzar sin temor de no hallar su fidelidad y su amor, y seguro de gozar, con un remanente despreciado, esta dulce y feliz comunión con Aquel que nos la ha manifestado en el pasado. 

Si debo encontrarme entre vosotros, cuando se presente el momento conveniente ejerceré el ministerio que creo que, en mi debilidad, me ha sido confiado por Dios como don de su gracia. Pero si nos encontráramos como santos reunidos en asamblea, muy a menudo me sentiré feliz de esperar, no simplemente para preparar mi espíritu a fin de recibir fuerza del Señor antes de obrar de su parte o de abrir mi boca para hablar en su nombre, sino feliz por esperar confiando en ser fortalecido por la bendición aportada por algún otro de los amados de Dios, o por nuestra acción conjunta, cualquiera que sea el instrumento empleado como nuestro portavoz, en acción de gracias, oración o alabanza. Porque el gozo del Señor es nuestra fuerza. Yo no espero ser edificado si la carne obra en medio de nosotros, y cuando esto sucede, haremos bien en reconocerlo. Pero cuento con la presencia del Señor y con su acción entre nosotros, si esperamos en Él para que nos guíe, nos utilice y nos bendiga. Yo me aferro a Él y a esta esperanza.


 

 

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